martes, 1 de octubre de 2013

PRIMER PREMIO: "UN FALLO CLAMOROSO" DE VICTOR PURRIÑOS BLÁZQUEZ

UN FALLO CLAMOROSO
De Victor Purriños Blázquez





El partido había terminado minutos antes y los periodistas esperaban ansiosos al entrenador del equipo local después de haber ganado por goleada a su eterno rival en el primer partido de liga. Se agolpaban en la sala de prensa medios de todo el mundo que trataban, a empujones, de hacerse con el mejor sitio para fotografiar y preguntar a ambos técnicos. El visitante ya había comparecido cabizbajo y algo afónico, aguantando las tensas y malintencionadas preguntas, contestando con evasivas y tópicos.

Todo apuntaba que al técnico del equipo que había jugado en su estadio le tocaba la ronda de preguntas fáciles y las loas de los periodistas ante el maravilloso despliegue táctico, que había puesto de manifiesto, desde el pitido inicial y hasta el final, la tremenda superioridad de su equipo esa noche.

Por fin hizo acto de presencia. Abrió con seguridad la puerta que se encontraba tras la mesa donde el micrófono iba a hacer llegar el sonido directo a todas las emisoras de radio y canales de televisión, y se sentó enérgico en la silla ubicada a tal efecto.

Contrariamente a lo esperado, su semblante no era de euforia, ni de felicidad, ni siquiera de relajación después del trabajo bien hecho de su equipo. Se mostraba, para incredulidad de los allí congregados, nervioso y con la cara desencajada. Se mantuvo unos segundos en riguroso silencio. Al principio, miraba al frente y parecía que iba a empezar en cualquier momento su breve exposición previa a las preguntas; un momento después, miraba hacia abajo e incluso se separó un poco del micrófono.

—¿Se encuentra bien? — preguntó un periodista de la primera fila advirtiendo que algo no iba como debería.

Un murmullo tenue empezó a recorrer la sala de prensa. Al momento, todo se inundó de cuchicheos que iban aumentando el sonido ambiente. El entrenador llevaba en ese instante más de un minuto en su posición y aún no había emitido sonido alguno. Los periodistas creyeron entonces que el motivo era el ruido general que el bisbiseo había creado y empezaron de nuevo a callar. Con toda la sala en silencio sepulcral, el míster se acercó al extremo del micro:

—Bueno… — musitó y volvió el silencio.

Los miembros de la prensa se miraban incrédulos. Se daba la curiosa circunstancia de ser este un entrenador de esos que tenía fama de no morderse la lengua. En cada rueda de prensa ofrecía una auténtica colección de titulares que eran después imposibles de maquetar en las páginas de periódicos y revistas especializadas por exceso de contenido.

El entrenador se frotó con fuerza la nuca antes de su segundo intento por comenzar su exposición.

—Buenas noches a todos — acertó por fin a decir — Siento esta extraña rueda de prensa pero…

Un sinfín de flashes cegaron por momentos al hombre que trataba de explicarse. Los reporteros prepararon sus blocs y grabadoras a la espera de una frase lapidaria de esas que acostumbraba a soltar.

—Me temo, damas y caballeros, que he encontrado un fallo en el juego.

Todos los asistentes pusieron cara de extrañeza y asombro ante tal afirmación. Mantuvieron un instante de silencio esperando una explicación más detallada.

—Hay un fallo en el juego — repitió para estupefacción general.

Al no encontrar aclaración por parte del entrenador, los periodistas comenzaron una salvaje y atronadora batería de preguntas.

—¿Un fallo? ¿A qué se refiere? — cuestionó el primero. Sin dejarle responder se oyeron varias preguntas más —¿El resultado de hoy ha sido provocado por ese fallo? ¿Se trata de un error en las reglas del juego? ¿Puede decirnos en qué consiste?

—Creo que… — El entrenador, en otras ocasiones seguro y confiado, se mostraba timorato.

—Vamos, estamos en directo. ¡Diga! ¡Diga de qué se trata!

—Ahora no puedo decirles más. Lo siento.

—¡Un momento, no puede dejarnos así! — gritó un miembro de una de las televisiones deportivas locales.

El entrenador se levantó y se inició una auténtica batalla por acercarse hasta su posición para conseguir un primer plano. Lo que al principio eran codazos para ganar la primera y más cercana ubicación, se convirtió en una multitudinaria pelea entre todos los asistentes que la emprendieron a puñetazos y patadas unos con otros. De pronto empezaron a volar las sillas en las que habían permanecido sentados. Duró algunos minutos. La policía tuvo que intervenir y muchos de ellos salieron camino de la comisaria con brechas y lesiones de diferentes tipos cuando todo terminó. Las camisas estaban sucias y hechas jirones, y algunos tenían la cabeza enrollada en vendas para contener la hemorragia de, probablemente, algún brutal impacto con una silla. El entrenador había alcanzado la puerta justo antes de iniciarse la refriega.

Esa misma noche todas las emisoras deportivas, las generalistas que contaban con un programa de este tipo en las primeras horas de la madrugada y los canales de televisión que analizaban cada jornada al detalle, no hablaban de otra cosa. Habían montado agrios debates en los que un bando defendía la postura del entrenador ocultando el fallo y el otro le criticaba descarnadamente por no informar sobre lo descubierto. En las ediciones online de los periódicos deportivos el descomunal titular era idéntico: «Fallo en el juego». La prensa nacional se sumaba al titular dando el lugar más destacado a esta noticia sobre otros importantes acontecimientos políticos y económicos que se habían producido en la jornada.

El final de los programas de radio concluyó con una noticia de última hora. Una breve nota de prensa aseguraba que se había nombrado un comité de expertos para analizar el partido y agilizar de esa manera la interpretación de las palabras del entrenador. A dicho comité se le había encargado el visionado del encuentro todas las veces que fuera necesario en busca del fallo. El grupo de expertos lo formaban ex-jugadores, técnicos retirados o sin equipo en ese momento, árbitros en activo y miembros de la federación.

Su cometido se iniciaba esa misma noche en un céntrico palacio de congresos a donde habían ido llegando de diferentes puntos de la ciudad desde el mismo momento en que se les había indicado que debían formar parte del comité. A los miembros que se encontraban fuera de la localidad les habían facilitado el transporte poniendo a su disposición todos los medios necesarios para que aportaran su sabiduría cuanto antes. Helicópteros para los que se encontraban en ciudades cercanas, avión o tren de alta velocidad para quienes debían llegar desde otras más alejadas. Se puso a disposición del ciudadano un número de teléfono gratuito para comunicar cualquier dato que pudiera ser relevante.

A la mañana siguiente, las ediciones en papel aparecían en todos los kioscos del país con el mismo titular que las ediciones online de la noche, pero con cientos de interpretaciones inconclusas y muchas especulaciones infundadas. La prensa amarilla aprovechaba el revuelo para abrir con titulares como «Fin del juego» o «Este juego se ha acabado» y los debates matutinos, generalmente basados en temas de hogar, salud o cocina estaban más animados que de costumbre hablando del fallo y cometiendo errores de bulto en casi todas las aportaciones de los tertulianos, quedando patente su total desconocimiento del deporte en cuestión.

Por su parte, el comité no se había pronunciado aún. Seguían llegando nuevos miembros al palacio de congresos para tratar de descifrar aquel entuerto y encontrar una solución urgente a la altura del problema. En la puerta del lugar se agolpaban cientos de periodistas apiñados en las vallas de protección que la policía había dispuesto a una distancia prudencial del acceso al recinto, para salvaguardar la seguridad de cada nueva incorporación que transitaba el pasillo en que se había convertido la entrada, saludando a los reporteros, que se aplastaban más si cabe para tratar de conseguir alguna declaración.

El entrenador no había dado señales de vida desde que desapareciera por la puerta de la sala de prensa del estadio. Esa mañana un número aún mayor de periodistas se encontraba en las inmediaciones del acceso a la urbanización en la que vivía, esperando su salida para reclamarle las explicaciones que, a esas alturas, todo el mundo necesitaba.

Los miembros de seguridad de la urbanización habían intentado disolver aquel tumulto sin éxito horas antes, pero la agresividad de aquella marabunta de gente había puesto en peligro su integridad y se habían resguardado en la garita hasta la aparición de la policía, que acordonó la zona para permitir la entrada y salida de los vehículos a la urbanización, que hasta bien avanzada la mañana no habían podido circular con normalidad, pues cada vez que un propietario trataba de salir o entrar varios reporteros intentaban colarse en el recinto.

El comité había anunciado una rueda de prensa a última hora de la mañana para poner en conocimiento de los medios sus averiguaciones y calmar los ánimos. En vista de la cantidad de personas que se agolpaban en la entrada de las instalaciones del palacio de congresos y para no movilizar a toda esa multitud, los expertos habían decidido, y así lo anunciaron, que una representación significativa de los miembros saldría a la puerta para exponer los pormenores de sus indagaciones. Pasada la una de la tarde aparecieron, ante los reporteros y más de un millar de aficionados que se habían incorporado a la tensa espera, tres reconocidos personajes. Un carismático ex-entrenador, que había llegado a ser seleccionador nacional hacía ya más de veinte años; un importante ex-jugador que militó, entre otros, en los dos equipos que se habían enfrentado el día anterior y que eran los más importantes del país; y un colegiado en activo, que era extremadamente polémico y a quien le encantaba aparecer en la prensa, aunque para ello tuviera incluso que tomar decisiones incorrectas a sabiendas. Tomó la palabra el seleccionador:

—Ha sido una noche muy larga en la que hemos visto el partido una y otra vez, tratando de encontrar el fallo al que el entrenador se estaba refiriendo. Suponemos que cuando hizo esas manifestaciones, se estaba refiriendo a un sistema que le permite controlar a su antojo un partido y debemos pensar que ayer usó este sistema para golear a su rival. Estamos investigando las imágenes de diferentes maneras. Nos hemos dividido en grupos. En todos ellos hay jugadores, entrenadores, árbitros y miembros de la federación. Un grupo está viendo el encuentro parando las imágenes, para analizar la disposición de los jugadores en el campo, otro visionando el partido desde el principio sin detenerlo,

tratando de localizar algo que no sea habitual en el desarrollo normal de un encuentro, otro grupo está analizando el reglamento desde diferentes puntos de vista tratando de hallar algún vacío. Por otra parte, estamos al habla con la productora encargada de la realización del partido para que nos hagan llegar todas las imágenes y hacer un análisis más exhaustivo.

—Entonces, ¿no tienen nada aún? — preguntó uno de los periodistas apretujados que estaba más cerca de los tres representantes del comité.

—Bueno, el fútbol es así — se aventuró a responder el ex-jugador — Hay que seguir trabajando. Yo, por mi parte, estoy contento con mi trabajo, pero lo importante es el comité y todos juntos vamos a conseguirlo.

—¿Cuándo creen que podrán decirnos algo concreto? — cuestionó inmediatamente otro reportero sacando el brazo, en el que tenía su micrófono, con ciertas dificultades entre el resto de extremidades entremezcladas.

—¡Relájense! — ordenó el colegiado con un gesto impetuoso y mirada desafiante —. Cuando sepamos algo lo haremos constar.

Y volvieron a adentrarse en el edificio dejando la cada vez más numerosa batahola de alaridos periodísticos aullando preguntas que quedaron sin respuesta.

Unas horas después, el entrenador volvió a hacer aparición pública, esta vez a través de su usuario en una red social, medio desde el cual pidió una reunión con carácter de urgencia con el presidente de la federación nacional.

—No tengo inconveniente en reunirme con él — afirmó para la televisión pública el presidente de la federación —, pero me parece que todo esto es una salida de tono de este personaje que lo único que quiere es notoriedad. No se preocupen, yo resolveré este problema hablando con él mañana o pasado mañana. En cuanto tenga un hueco en mi agenda.

Para entonces, los muchachos estaban robando, en todas las ciudades del país, las camisetas del equipo dirigido por el entrenador y quemándolas en plena vía pública por haber ganado el primer partido de liga con algún tipo de trampa que desconocían. Los reporteros que cubrían estos hechos preguntaban a los jóvenes los motivos de su tremendo enfado y estos sólo acertaban a decir que si había un truco lo justo era descalificar fulminantemente a ese equipo.

—¿Te gustaría que tu equipo usara esta artimaña en la competición continental o la selección nacional en el próximo mundial? — preguntó uno de los reporteros en directo a un encapuchado que portaba un palo de fregona y en su punta una elástica en llamas.

—Pues claro. ¡Hay que sacárselo a ese entrenador de pacotilla! — respondió y fue raudo a unirse al grupo de encapuchados que gritaban en segundo plano cánticos ofensivos contra el técnico, su equipo y el presidente del club mientras quemaban más camisetas.

Ya por la noche, en el programa con más audiencia de la radio, el periodista deportivo más insigne del país hizo, en su disertación inicial, un resumen de lo que estaba aconteciendo desde el anuncio del fallo, haciendo referencia a varios temas candentes alrededor de la noticia. Se mostró muy áspero con el comité de expertos criticando su falta de transparencia, su nula aportación al conflicto y aprovechó para atacar toscamente a los tres miembros que habían salido a dar la cara por la mañana, sacando de cada uno de ellos una infinidad de antiguos chismes que no venían a cuento. Fue particularmente agrio con las fuerzas del orden poniendo en duda su labor al detener a algunos de los reporteros más obstinados en mejorar posiciones, a costa de golpear a otros que se encontraban en lugares destacados y dedicó varios minutos a contar historias policiales de años atrás, vinculadas con eventos deportivos, pero que tampoco tenían relación con lo que estaba ocurriendo en ese momento. Por último, atacó violentamente al entrenador por no haber aparecido ante los medios dando las pertinentes explicaciones en todo el día.

El mensaje del afamado periodista caló rápido en la audiencia, que espoleada enérgicamente arrasó esa noche las calles del país, rompiendo farolas, señales de tráfico,

escaparates y todo aquello que a su paso provocase gran estruendo. Este bochornoso comportamiento no tardó en dar la vuelta al mundo apareciendo en magacines y noticiarios de todos los puntos del planeta. El suceso estaba, en la mayoría de los casos, cerrando los espacios informativos y se explicaba a modo de anécdota, incluso permitiéndose los presentadores de los boletines la licencia de bromear con la situación que, recordaban, había comenzado con la simple declaración del entrenador sin dar siquiera una explicación.

Con las ciudades incontroladas, las autoridades decidieron anunciar la suspensión de la segunda jornada, con el beneplácito de la junta directiva de la federación que, a falta del presidente, quien no había vuelto a aparecer públicamente y que permanecía ilocalizable en su teléfono, estaba apoyando de forma unánime el aplazamiento, sobre todo por temor a que verdaderamente existiera una vulnerabilidad en el juego que desnivelara la siempre justa balanza deportiva en la dirección del único equipo en disposición de aprovechar ese vacío.

Mientras tanto, el entrenador, parapetado en su casa sin asomar ni una pestaña a la ventana en vista del agitadísimo alboroto, decidió dar un nuevo paso en la red social a fin de desatascar la complicada situación. El mensaje iba dirigido de nuevo al presidente de la federación y venía a decir que dar nula importancia al anuncio del fallo no favorecía una solución al conflicto. Expresaba también su malestar por los lamentables hechos que había podido ver por televisión y hacía constar que, no sintiéndose responsable de ninguno de esos actos vandálicos, sí que sería una insensatez no poner todo de su parte para poner fin cuanto antes a todo aquel despropósito. Sellaba su texto con una frase que instaba directamente al presidente de la federación a ponerse en contacto con él en menos de dos horas o no tendría más remedio que buscar otras alternativas, finalizando la comunicación con una referencia al cargo que ostentaba el receptor del mensaje y haciéndole ver que si no daban solución al fallo, el cargo, por lógica, corría peligro de desaparecer.

Fue entonces cuando la presión pública más se palpaba, cuando la gente escribía párrafos henchidos de desaliento, cuando una llamada de socorro generalizada sollozaba

por la red, pedía clemencia ante lo que ya se aventuraba como el fin del fútbol y trataba, a gritos de bytes, de hacer llegar un mensaje terminal. Un mensaje que, sin embargo, nunca habría de llegar a su destino, el presidente de la federación, quien retozaba en ese momento, ajeno a hordas desmadradas y cándidos alaridos, en algún lugar de Asia con alguna joven a cambio de poco.

Las agencias de prensa escribían pulcras y escuetas notas que los medios se encargaban de hinchar, inventando todo el ornamento. Tanto es así que, entre las decenas de versiones oficiales dudosamente contrastadas, se hablaba de la indignación del presidente ante lo que, decían, había considerado como una afrenta del míster al exigir su respuesta con un límite de tiempo. La realidad era que ni conocía el mensaje de la discordia, ni la reacción desesperada de la multitud y sólo se afanaba por mantener el ritmo y el aliento ante la fogosidad inocente de la chica.

Tras las dos horas anunciadas como límite por el entrenador, una llamada suya a un periódico hacía saltar de nuevo todas las alarmas. Requería de manera inmediata la presencia del ministro de deportes en su domicilio. Fue el propio medio quien le hizo saber que se encontraba fuera del país en viaje oficial y que, por tanto, no podría personarse en su casa. El ministro sí estaba localizable y fueron los miembros del gobierno que estaban disponibles, y tratando de gestionar la complicada situación, quienes consiguieron ponerse en contacto con él para explicarle las circunstancias que estaban aconteciendo. El ministro, quien se encontraba en la otra punta del mundo sin justificación alguna para aquel viaje, que curiosamente sí tenía los gastos justificados, explicó amargamente que era imposible volver en menos de un par de días.

El comité de expertos, en vista del vacío que estaba aflorando, se postuló a través de su trío de representantes para ser el nexo entre el entrenador y el resto de partes implicadas. Mientras, en las calles, los vándalos aprovechaban el desconcierto para darse al pillaje saqueando comercios de todo tipo. Cubrían sus rostros ataviados con gorros de lana, más propios de otra época del año, y las bufandas de sus equipos, con las que tapaban nariz y boca. Con este aspecto y armados con carros de supermercado, cargaban enormes televisores, donde quizá pretendieran ver la siguiente jornada de liga, lavavajillas y hasta

alguna cafetera. Saludaban sonrientes a las cámaras de los informativos retirando su bufanda para ser reconocidos por sus familiares, orgullosos de estar saliendo por televisión. A las puertas del palacio de congresos el árbitro, con el aire altivo que le caracterizaba, hizo acto de presencia carpeta en mano, escoltado por los otros dos vértices del triangulo de portavoces.

—¡Cállense! — gritó ásperamente.

Casi un minuto después se produjo un rugoso silencio y fue entonces cuando el colegiado inició su discurso.

— Estamos capacitados para llevar a cabo las gestiones necesarias y somos representantes de un grupo de destacados miembros históricos de este deporte. Queremos reunirnos, con carácter de urgencia, con el entrenador y encontrar, de una vez por todas, una solución para este asunto. Es por eso que, a continuación, nos dirigiremos a su domicilio con la decidida intención de verle y hablar con él. Nos comprometemos a tratar con la debida cautela la información que en esa reunión nos sea dada. ¡Abran paso! — concluyó con un gesto exagerado.

Cientos de flashes impactaron sobre los ojos deslumbrados del trío, que emprendió la marcha tratando de taparse con la mano los fogonazos constantes. No habían conseguido avanzar más de veinte metros cuando obtuvieron la negativa del entrenador a través de la red social alegando que el árbitro sólo buscaba notoriedad, que al ex-jugador le venía grande todo este asunto y al ex-seleccionador, al que llamó en el mensaje cariñosamente por su apodo, le mostró sus respetos pero insinuó que estaba mayor para ocuparse de un problema que, a estas alturas, era ya internacional, pues los actos vandálicos se estaban reproduciendo en todas las zonas del mundo en las que había un considerable fervor popular por este deporte. Los representantes de la comisión, debidamente informados por los periodistas que aguardaban a presión más palabras, volvieron a entrar, cabizbajos, en las instalaciones del palacio de congresos. Fue allí dentro donde supieron que habían sido amenazados de muerte a través del teléfono gratuito, puesto a disposición de los aficionados a fin de informar de cualquier pista que pudiera arrojar algo de luz en el

conflicto, y también habían inundado de agresivas advertencias todas las vías de contacto personales con los miembros del comité, quienes en esos momentos ya se planteaban la posibilidad de deponer su trabajo en aquel siniestro enredo para evitar represalias. Sin embargo, temían que si abandonaban sus funciones fueran linchados por la multitud por huir sin conseguir una solución.

La policía, desbordada, reclamaba la ayuda del ejército para controlar a la muchedumbre enfurecida, mientras estatuas y monumentos habían sido arrasados y el caos reinaba en las ciudades de los países afectados, donde no quedaba en pie ni un semáforo, ni una señal o marquesina, donde la barahúnda era ya extremadamente incontrolada. Tanto es así que todos los agentes de la ley, incluidos los levemente lesionados o con enfermedades suaves, habían sido llamados para ofrecer apoyo en el intento infructuoso de mantener el orden. En el seno mismo del despliegue, un reducido pero belicoso grupúsculo había ido envenenándose en sus propios comentarios y debates, llegando incluso a tramar un plan para acceder al domicilio del entrenador y darle una paliza, pero en su ira bien habría podido acabar la conspiración en un salvaje asesinato. Así pues, algunos de aquellos que debían poner orden, urdían complejas maquinaciones para solucionar por la vía rápida el entuerto.

La situación se había agravado de tal manera, que el gobierno del país se vio obligado a tomar varias medidas para contener a la multitud, que rezumaba odio y descontrol. En primer lugar, y tomando en consideración la solicitud de los mandos policiales quienes llevaban horas poniendo de manifiesto su incapacidad para dominar aquella batalla por falta de medios, varios batallones del ejército tomaron las zonas calientes de las principales ciudades. Ciertamente surtió efecto, pues la multitud parecía contenerse ante la figura de aquellos hombres de camuflaje y sus fusiles de asalto. Sin embargo, tras un primer impacto visual y unas pocas horas, la gente fue acorralando a los militares, cercándolos poco a poco, impidiendo que estos tuvieran margen de maniobra salvo que usaran sus armas lanzando alguna ráfaga al aire. Para entonces, y con una situación similar en los diversos puntos en los que los soldados habían tratado de manejar el conflicto, el gobierno tuvo que anunciar la proclamación del toque de queda.

La maniobra sirvió para aligerar las calles de transito, sobre todo de las personas más pacíficas que se recluyeron, timoratas, en sus casas. Así pues, los miembros de las fuerzas armadas y los agentes de policía empleaban, en las horas de prohibición, toda la violencia necesaria para disolver, al menos de manera momentánea, a los tumultuosos grupos de ciudadanos desbocados. Las escenas eran dramáticas tras los ataques a empellones de las fuerzas del orden. Cada nueva batida, nuevos heridos, que huían después despavoridos tapándose las brechas tratando inútilmente de contener las hemorragias. Las primeras horas desconcertaron muchísimo a la masa popular. Las carreras se sucedían en los aledaños de las calles de referencia en el conflicto, siempre en el mismo orden desordenado: primero los indignados protestantes y, a continuación, los policías y soldados armas en mano alcanzando a su paso a los más lentos de los primeros. Sin embargo, no tardaron en volverse las tornas y pocas horas después los ciudadanos se habían vuelto a hacer con el dominio de la situación tras capturar a decenas de rehenes que en el cuerpo a cuerpo habían cedido a manos de la revuelta.

Una noche duró la situación. A la mañana siguiente, en vista del resultado nocturno, el gobierno se vio obligado a declarar el estado de excepción. Las situaciones que se daban en las ciudades del país se reproducían como un calco horas más tarde en todas las internacionales donde el efecto había tenido repercusión. Los gobiernos se veían desbordados por una tesitura incontrolable y apremiaban a los mandatarios del país de origen del conflicto a conseguir, con carácter de urgencia, la declaración pública del fallo por parte del entrenador. Los analistas políticos y tertulianos de magacín compartían la opinión de haber superado el conflicto su propio origen y no dudaban en calificar ya de inútil, a estas alturas, el testimonio del entrenador, a quien acusaban descarnadamente por haber generado una situación que algunos, fundamentalmente los más ácidos comentaristas profesionales de mesa camilla en debate precocinado, vaticinaban como el origen de una guerra mundial.

Declarado el estado de excepción, las líneas telefónicas del míster no tardaron en ser pinchadas por las autoridades a fin de conocer de primera mano los motivos iniciales del

problema, varios agentes secretos irrumpieron en su casa y amenazaron violentamente al hombre para sacarle la información.

Mientras tanto, el comité había perdido la fe en encontrar una respuesta en el contenido audiovisual. Nadie parecía dar con el fallo y los nervios se habían apoderado de los antes circunspectos miembros, que ahora se gritaban reproches e iniciaban pequeños conatos de pelea que advertían lo que no iba a tardar en llegar. Y así fue. Los ex-jugadores la emprendieron a insultos contra los colegiados, que trataban de imponerse con gesto impetuoso, algunos técnicos intentaban separar a futbolistas y árbitros, mientras que otros se sumaban a ellos en la refriega. Cuando el enfrentamiento alcanzo la suficiente temperatura y las mentes encerradas llegaron al punto de ebullición, los colegiados tuvieron que salir corriendo. Se veían en un aprieto pues no podían huir a la calle, donde a todos les esperaban cientos de exaltados, por lo que corrían por los pasillos y salones del palacio de congresos en círculo con los ex-jugadores más jóvenes detrás y los menos jóvenes después, mientras que los ya entrados en años esperaban sentados, junto con los entrenadores más veteranos, a que se cansaran de moverse.

La noche siguiente se inició con un espectacular despliegue militar. Los soldados marchaban por las calles resonando sus acompasadas pisadas, rebotando en las paredes de los edificios adyacentes multiplicando el efecto sonoro. Tras huir, los alterados trataron de reunificarse en zonas aledañas, pero la marcha marcial inundaba todo a su paso y la multitud se fue quedando en cuadrillas, y las cuadrillas en corros y los corros en nada. Fue entonces cuando los agentes secretos, que torturaban psicológicamente al míster desde hacía horas, decidieron aprovechar el vacío en las calles para trasladarle a un lugar seguro.

Los medios comenzaron a anunciar una rueda de prensa del entrenador, que se iba a producir una hora más tarde. Curiosamente decían ofrecer esta primicia en exclusiva a pesar de haberla conseguido todos al mismo tiempo a través de dos importantes agencias de noticias.

El mundo se paró por un momento, al menos el mundo que había estado convulso por estos acontecimientos, que a estas alturas era casi todo, bien sea por implicación directa o bien por informar sobre los graves acontecimientos que se producían en países vecinos. Las tertulias televisivas echaban humo entre voces solapadas que hacían imposible al espectador entender nada. El ministro de deportes, recién llegado al aeropuerto con un exagerado moreno facial trataba de hacer creer que él había mediado para que el entrenador hablase en la rueda de prensa que se iba a producir. Poco antes, el presidente de la federación había aterrizado en el mismo aeropuerto, saliendo con cara de felicidad y desahogo, y animando a los periodistas que amontonaban sus micrófonos delante de su boca a relajarse, explicando que no había motivos para estar tan tensos, mostrándose ajeno a todos los acontecimientos.

Llegó la hora de la rueda de prensa. Era una pequeña sala en la que no había nadie. La cámara enfocaba a una mesa cubierta con una tela que llegaba hasta el suelo. Tras ella, una silla también protegida con el mismo tejido y en la pared, el fondo de madera con algunos sobrios ornamentos. A un lado una bandera local; al otro, una nacional. Su sombra precedió unas décimas de segundo la aparición del entrenador quien, a solas, parapetado tras aquel trapo inició muy serio su discurso para los medios de comunicación de medio mundo:

—Créanme, esto del fútbol no tiene tanta importancia.

SEGUNDO PREMIO 2013: "EL PINCHAZO" DE FERNANDO MOLERO CAMPOS (CORDOBA)

EL PINCHAZO
De Fernando Molero Campos (Córdoba)



J. L. tenía una teoría sobre el amor. En realidad todo el mundo tiene teorías. Sobre las relaciones de pareja, el deshielo de los casquetes polares, la mala educación, o sobre lo que sea. Las teorías son el escudo de los cobardes, la cámara acorazada de quienes se sienten inferiores a los demás.
La de J. L. cuestionaba la durabilidad del amor atendiendo a factores puramente químicos. Según él, su duración se reducía a un espacio temporal de dos o tres años a lo sumo. Los que tardaban en extinguirse en el cerebro determinadas reacciones químicas.
K. estaba harta de sus teorías. Especialmente de ésta. K. quería a J. L. Y aunque era consciente de que las cosas no les iban bien últimamente, no cejaba en su empeño de mantener viva la llama de ese amor que los unió hacía ahora algo más de seis años. Había variado la intensidad de sus sentimientos hacia J. L., no los sentimientos mismos. Vale que nada era igual que cuando se conocieron, pero merecía la pena luchar contra esa química de la que hablaba de cuando en cuando.
Lo que más rabia de todo le daba a K. de esa teoría de los cojones, término que utilizaba cuando se enfadaba, era que no le pertenecía, que la había escuchado por ahí y la repetía como un mantra.
- Qué pesado te pones.
- Es la verdad. No la he inventado yo.
- Eso por supuesto. La originalidad tampoco está entre tus escasas virtudes.
Luego el silencio y hasta la próxima. Era J. L. de los que tropezaban en la misma teoría una y otra vez, sin advertir sus consecuencias.
 
- Hagamos un viaje –le dijo en cierta ocasión K.
Quería ella recomponer su maltrecha relación de pareja. Recuperar el entusiasmo de antaño. Pensaba que las diferencias podían superarse poniendo cada uno un poco de su parte. Eran demasiado jóvenes para rendirse a las puertas mismas del desamor. Una escapada solos, sin familia, sin amigos, sin mapa, sin destino. ¡Qué mejor iniciativa para reconducir su relación!
- Hagamos un viaje.
- Está bien. Como quieras. ¿Adónde?
- Adonde sea.
 
K. se tomó dos días de vacaciones que le debían en la empresa. Trabajaba en una agencia de publicidad. Estaba muy bien considerada. Sus ideas siempre resultaban brillantes. Ella se encontraba detrás o al frente de las mejores campañas. Había hecho ganar mucho dinero a sus jefes, que no le negaban nada. P., un compañero de trabajo, no paraba de tirarle los tejos. Aprovechaba los descansos, las comidas después de las reuniones o las copas de celebración al cierre de un buen negocio para decirle que le gustaba mucho, que no entendía qué hacía una mujer como ella con un tipo como J. L.
- Con lo que tú vales. No sé qué ves en él.
- Muy sencillo: algo que no veo en ti.
A P. no le importaba que K. lo rechazara. Insistía una y otra vez. En el fondo de su corazón, también P. tenía una teoría. La suya era que a las mujeres se las conquistaba con insistencia. Que sus negativas, lejos de marcar distancias, invitaban a perseverar. Según él nada halagaba más a una mujer que el hecho de que un hombre no desfalleciera en el intento de enamorarla.
K. admiraba el tesón de P. Su empeño. Que jamás intentara sobrepasarse. A K., P., le parecía un tipo singular, simpático. Pero ella estaba enamorada de J. L., y le daba igual que no entendiera qué hacía con él. A veces ella tampoco lo comprendía. ¿Acaso no era eso el amor: la imposibilidad de explicar con palabras la materia inaprensible de los sentimientos?
 J. L. aparcó la escritura de la que iba a ser su segunda novela. La primera había sido un éxito relativo de crítica y ventas. Para la segunda, la editorial le había dado un anticipo con el compromiso de tenerla lista antes de Navidad. Eran fechas en las que la gente compraba libros. No para leerlos. Para regalarlos. Todavía faltaban más de siete meses. Disponía de tiempo más que suficiente. Aunque estaba atascado a la mitad. Una crisis de creatividad. Llevaba unas noventa páginas de las doscientas que había calculado que le llevaría contar la historia de un hombre que finge haber perdido la memoria y se obliga a reconstruir un mundo a su imagen y semejanza amparándose en esa eventualidad. Tenía a su personaje en una encrucijada y no sabía cómo resolver la situación. Lo había llevado al límite demasiado pronto. Así que un viaje no le vendría nada mal. Para desentumecer el músculo de la escritura. También para pasar más tiempo con K., a la que tenía un tanto abandonada. La había notado cansada en los últimos tiempos. Ella, que tan enérgica era.
 
No madrugaron la mañana del viaje. Las maletas las habían dejado hechas la noche anterior. Poca roca pero escogida. Camisetas y vaqueros él. Ella, básicamente, vestidos cortos de flores y su mejor lencería. Además del exiguo equipaje, también habían cargado en el maletero con una neverita de playa llena de latas de cerveza y refrescos de cola, la tienda de campaña y los útiles necesarios por si decidían acampar. No tenían nada planeado. En principio les daba igual alojarse en un sitio u otro, aunque preferían un hotel. Cuestión de comodidad.
- ¿Qué dirección tomamos? –dijo J. L. antes de arrancar el coche.
- Salgamos a la general y vayamos hacia el sur –dijo K.
Habían acordado que compartirían la carga al volante. Cambiarían de asiento después de cada parada si ésta no se prolongaba más de cien o doscientos kilómetros como máximo.
J. L. encendió la radio.
Aún circulaban por la ciudad y no paraban de gastarse bromas. Se les veía felices. Entusiasmados. La añorada segunda oportunidad que muchos reclaman cuando las ruinas hacen ya imposible la reconstrucción del edificio. Bien que en su caso, K. sobre todo, había tenido la visión de adelantarla antes de que su vida en común se viniera abajo.
El viaje en sí era lo importante. La carretera mandaba. Y también el paisaje, que de cuando en cuando K. contemplaba a través del cristal, entornando los ojos para que se difuminaran las formas y emergieran los colores.
- ¿Qué haces? –le preguntó J. L.
- Mirando los colores que nos rodean. Están por todas partes. Muchas veces creo que el mundo es de los colores. Que la vida son sólo colores. Que cada uno de nosotros somos un color distinto.
- Interesante. Y luego te quejas de mis teorías.
- De tu teoría. Siempre la misma. Repetitiva. Cansina. Sin variantes.
J. L. percibió el ligero enfado que sus palabras habían causado en K.
- Entonces, según tú, qué color somos nosotros.
- Yo soy un azul turquesa de transparencia marina. Tú, me parece que el beige que se oculta tras el brillo de los muebles después de barnizados.
- Pues no son colores que casen muy bien, la verdad.
Fue ahora K. la que se dio cuenta de que acababa de meter la pata. Bonita manera de salvar lo suyo del naufragio. Ella era el agua; J. L. la balsa que, de madera, sobrevive.
- Va, déjalo, es una estupidez que se me acaba de ocurrir –dijo K.-. ¿Estás cansado?
- Todavía no. Si te parece cambiamos cuando el cuentakilómetros llegue a los noventa mil.
- ¿Por cuánto va?
- Faltan exactamente ochenta y tres kilómetros. Ochenta y dos. Ochenta y uno.
- De acuerdo. Mientras tanto carretera. Cuando conduzca yo elegiré un desvío. Viajar por la autovía es un coñazo. Es todo muy monótono.
- Pero es muy cómodo.
- Sí si vas a algún sitio concreto y quieres llegar pronto.
 
Justo un segundo después de que el cuentakilómetros marcara la cifra de cuatro ceros con un nueve delante en que ambos habían acordado que K. cogería el volante, J. L. maniobró bruscamente, frenó casi en seco y se detuvo en el arcén. Un par de coches que circulaban detrás le pitaron.
- ¿Qué haces, estás loco? Que nos vamos a matar –le regañó K.
- Noventa mil kilómetros. Tu turno.
- Podías haber esperado hasta que encontraras un sitio más apropiado para parar, digo yo.
- Ya sabes que soy muy puntilloso con las cifras.
- Sí, bien que lo sé. Ojalá fueras en todo así de puntilloso.
J. L. no le respondió. Puso a funcionar las cuatro intermitencias y bajó del coche. K. también salió del automóvil pero no se cruzaron. Él lo rodeó por delante y ella dio la vuelta por detrás.
- Mi turno –dijo K. después de meter primera y salir de nuevo a la autovía-. Ahora mando.
Conducir la ponía feliz y no sabía por qué. Quizá porque siempre lo había identificado con una sensación de libertad. Admiraba a esas mujeres valientes que se subían a horcajadas encima de motos de gran cilindrada y, sin un hombre delante a cuya cintura sujetarse, aferraban con fuerza el manillar y aceleraban.
A J. L. le daba igual ser su dueño o su esclavo. Es más, ni siquiera escuchó las palabras de K. cuando anunció que le tocaba a ella conducir, ocupado como estaba en contemplar la blancura de sus muslos. Porque a K., sin darse cuenta al sentarse, se le había subido el vestido que ya era corto de por sí, dejando sus piernas al descubierto. Cuando ella reparó en la ausencia de J. L. y en la dirección de su mirada, lejos de bajarse el vestido lo levantó ligeramente y le preguntó:
- ¿Te gusta lo que ves?
- Mucho. Si no fuera porque vas conduciendo, ahora mismo me tiraba de cabeza a la piscina.
Por un instante ella volvió a pensar en el agua que acoge y la madera que flota.
- Pues lo siento. Lo mirarás y no lo saborearás. Te va a tocar esperar. Así cuando me pilles lo harás con más ganas.
J. L. hizo un mohín, cerró los ojos y desvió la mirada. Recompuso su postura en el asiento.
K. cambió de emisora. Buscaba algún tipo de música más animada.
 
Sonaba una canción pop muy pegadiza cuando K., sin pedir opinión a J. L., tomó un desvío y salió de la general. Había visto un cartel con un nombre que le gustó. El nombre de un pueblo que quedaba a unos cuarenta kilómetros.
- ¿Adónde vas? –preguntó J. L. dejando de tararear.
- No sé. A un pueblo al que se va por aquí. Dijimos sin mapa ni guía, ¿recuerdas?
Volvió él a la canción y a sus pensamientos. En cierta manera se arrepentía de haberse dejado convencer por K. de aquel viaje sin destino.
- ¿En qué piensas?
- En nada. En esta musiquilla que se te mete en los oídos y que no te la puedes sacar de la cabeza. Te obliga a canturrear aunque no quieras. Ya me gustaría a mí que mis libros fueran así.
A pocos kilómetros del desvío, la carretera pasó de ser regional a comarcal. Se estrechó tanto que a duras penas podrían pasar dos vehículos al mismo tiempo. De momento ellos no se habían cruzado con ninguno. Aquella soledad inmensa presidida por altos sembrados reconfortó a K.
De súbito notó que el coche se le iba a un lado y a otro sin que pudiera controlarlo, como si el volante no lo gobernara ella sino una fuerza exterior más poderosa que sus brazos.
- ¿Qué ocurre? –preguntó J. L.
- No sé. Es muy raro. De pronto el coche ha empezado a dar bandazos.
- Será por el mal estado del pavimento.
- Lo dudo, porque llevo todo el rato sorteando baches y antes no he tenido esta sensación.
- Mira, allí a lo lejos se ve un camino. Reduce la velocidad y métete en él cuando llegues.
- ¿Más todavía? Si voy a treinta por hora.
- Me parece que hemos pinchado.
- No me jodas. Qué mala suerte.
J. L. asintió sin decir nada más. Aunque sabía que era una estupidez, algo fruto de la casualidad más tonta, en el fondo la culpaba a ella de la molestia que arreglar el pinchazo le iba a ocasionar.
 
La cara de fastidio de K. era un reflejo especular inexacto de aquella otra con la que se había ilusionado antes del viaje. Consideró el pinchazo un mal augurio. Le parecieron interminables los escasos metros que los separaban del sendero de tierra en el que J. L. le había dicho que se detuviera.
Respiró aliviada cuando al fin salió de la mal llamada carretera y detuvo el coche en el camino polvoriento. Cesó el runrún de la llanta devorando la goma de la rueda a medias con el alquitrán famélico de la calzada.
J. L. y K. se miraron a los ojos. Dos extraños en medio de la nada.
- Como tú conducías, eres tú quien tiene que cambiar la rueda –dijo J. L. muy serio, aunque pretendía que sus palabras fueran el comienzo de una broma que a K. se le antojó de mal gusto.
- Ah, ¿sí? ¿Qué te apuestas a que puedo arreglarlo sin mancharme las manos siquiera?
- ¿Con ayuda de quién, si no hay un alma a veinte o treinta kilómetros a la redonda?
- ¿No has oído nunca el dicho de que Dios proveerá? Pues eso.
- De acuerdo, tú lo has querido –la retó J. L. dejando traslucir ahora los gestos que evidenciaban que se trataba de una broma y que K. supo interpretar en su justa medida-. Hay que poner un tiempo para la apuesta. Tampoco es cosa de pasarse aquí todo el día. ¿Te parece bien media hora?
- Tengo la corazonada de que me van a sobrar algunos minutos.
K. se bajó del coche y se asomó a la carretera, que era la piel de un viejo reptil o el lomo fosilizado de un dinosaurio extinto tras el encuentro del planeta con el meteorito. Sin que se diera cuenta, J. L. también salió del coche y se escondió en el sembrado. Sólo tuvo que agacharse un poco para quedar completamente oculto. Estaba bellísima K., allí plantada, con su vestido ligero y su pelo recogido en una cola de caballo.
El sol del mediodía caía a plomo sobre la cabeza y los hombros de K. Reflejos dorados en su cabello. La piel dorándosele. Un tirante caído sobre el brazo.
J. L. la observó desde su escondite entre el sembrado. K. miraba en una y otra dirección. Ni siquiera se había propuesto cambiar la rueda ella misma. Sabía que no podría. Confiaba en que la providencia pondría en su camino a alguien que lo hiciera por ella. J. L. sonrió pensando cuánto tardaría en pedirle ayuda.
K. tardó unos minutos en darse cuenta de que J. L. no se encontraba en el coche. Se le había pasado por la cabeza la idea de renunciar a la apuesta. Estar allí, en mitad de la nada, perdiendo el tiempo, le resultó de pronto un insulto a esas minivacaciones que se había tomado en el trabajo.
- ¿Dónde te has metido? –gritó.
No obtuvo respuesta. J. L. agarró dos tallos y los movió como si las panochas bailaran una extraña danza ritual. ¿Se trataba de un nuevo juego? Pues K. estaba dispuesta a jugar.
- Sé que andas entre los girasoles. Mirándome. ¿Es eso lo que te gusta? ¿Espiar a las mujeres?
K. se subió la falda por un lado hasta dejar al descubierto el final glorioso de un muslo. Con la otra pierna adelantada y el pulgar de la mano derecha levantado, escenificó el gesto de hacer autoestop. Pero J. L. no salió de su escondrijo. Ni siquiera cuando K. lo provocó con nuevas palabras.
- ¿Te va bien así? ¿Te gusta lo que ves, cobarde?
Ella no pensaba en él. Fantaseaba con la posibilidad de que un hombre-anuncio de tejanos con camiseta y barba de cinco días condujera una camioneta herrumbrosa y se detuviera a su lado y le hiciera un amor violento sobre la chapa recalentada de su coche pinchado y sucio de polvo del camino.
Instintivamente metió las manos bajo el vestido y deslizó las braguitas sobre sus muslos. Se las sacó por los pies y las agitó al viento como una banderita. Luego ella se alzó el vestido por detrás y le enseñó las dos lunas de su culo hendido por el rayo más perverso de la divinidad.
J. L. se decidió a salir como uno de sus antepasados primitivos, un homo erectus o un neardenthal. La golpearía en la cabeza con un garrote o una planta de girasol en su defecto, la arrastraría hasta el sembrado, donde le arrancaría el vestido con sus propias manos y le heriría la piel, fornicaría con ella igual que un animal que hubiera olvidado su antigua condición humana.
Pero cuando ya estaba a punto de abandonar el escondite, el ruido asmático del motor de un coche le obligó a desistir. Se agachó de nuevo. Ahora sí, por fin, se iba a poner en juego la apuesta. ¿Se pararía alguien y le cambiaría la rueda a K.? ¿La confundirían con una cualquiera, una de esas mujeres que en muchas carreteras se ganan la vida vendiendo el mapa de su cuerpo a geógrafos solitarios? Se justificó a sí mismo diciéndose que él no podía salir porque si lo vieran nadie querría cambiarle una rueda a una mujer que iba acompañada por un hombre. Otra cosa bien distinta era una pobre mujer sola, indefensa, en mitad de un paisaje sin rastro de humanidad.
K. agitó ambas manos reclamando atención, solicitando ayuda. El coche redujo la velocidad. Ella todavía tenía las braguitas en la mano. Reparó en ellas y las arrojó lo más lejos de sí que pudo.
 
El coche se detuvo prácticamente a su altura. De su interior bajaron cuatro individuos de aspecto poco civilizado, con ese aire que tienen los hombres que han crecido en el medio rural y han trabajado la tierra y el barro con sus propias manos. Que venían de trabajar, K. lo supo por la suciedad de su ropa. Un olor a sudor rancio de camisas bañadas en horas de una dura jornada le llegó en oleadas.
- ¿Necesitas ayuda, guapa? –preguntó uno de ellos.
Ella dudó un instante, sopesando si debía responder sí o no. Lo más lógico era que J. L., al ver la situación en que se encontraba, abandonara el sembrado y dijera que no por ella, que inventara cualquier excusa, por ridícula que fuera, para salir del paso y poner punto y final al juego. Pero no lo hizo. Prefirió llevar hasta sus últimas consecuencias la apuesta.
- Sí. He pinchado –respondió K. con amargura, con dolor, con ira contenida.
- Vaya. ¡Qué raro!
- ¿Qué le parece raro? –preguntó K. intrigada.
- No es normal ver a chicas como tú por estos lugares.
- Porque tú eres de la ciudad, ¿verdad?
- Sí.
- ¿Y estás sola?
K abrió la boca y no dijo nada, como si las palabras se hubieran vaciado de contenido y le sirvieran ya de poco. Los hombres la rodearon observándola: entomólogos que diseccionaran a una rara especie de mariposa. Luego, en un segundo, reaccionó. Si J. L. no había querido anunciar su presencia, por qué habría de hacerlo ella. Se haría como él quisiera.
- Sí. Me he perdido.
- Pues has tenido suerte de que viniéramos nosotros.
- No pasa mucha gente por aquí.
- ¿Qué rueda ha sido?
- Una de las de atrás. La izquierda.
- ¿Tienes un gato?
- Imagino que sí. En el maletero, supongo.
Los cuatro hombres sólo tenían ojos para su cuerpo, sus hombros, esa nuca despejada en la que se perfilaba el nacimiento del pelo: brotes tiernos de un vello delicado, para el latido de sus senos palpitantes, para la curva de su espalda, para el vaivén de sus glúteos liberados de la prisión de las braguitas. ¿A qué sabría su carne, gacela en el centro de una manada de leones?
K. presentía cierto peligro, pero, curiosamente, no sentía miedo alguno, es más, le excitaba sobremanera la situación. Quizá porque en el fondo se sabía protegida por J. L., que saldría en el momento en que algo no fuera bien. Porque se dejaría ver, ¿verdad?
J. L. miró el reloj. Las agujas en el interior de la esfera casi derretida tenían la consistencia del mercurio. Los números eran cuchillos de plomo. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde el pinchazo? ¿Cinco minutos? ¿Diez? ¿Un cuarto de hora? ¿Una eternidad? Quién estaría en disposición de medir algo tan engañoso como el tiempo. Salir o no salir, ésa era la cuestión. Optó por quedarse escondido.
- Desde luego. Sólo es una rueda pinchada.
- Lo siento –se disculpó K. sin saber por qué.
- No lo sientas, chica. No hay mucha animación por esta zona.
- Eso. No se acostumbra a ver mujeres como tú por estos pagos.
- Me lo tomaré como un cumplido.
- Lo es, lo es.
Puesto que el maletero sólo podía abrirse con llave o pulsando un botón del salpicadero, K. abrió la puerta, puso una rodilla en el asiento y reclinó su cuerpo hacia adelante. Suponía, como ya había dicho, que era detrás donde se hallaba la rueda de repuesto. J. L. nunca la había informado al respecto.
Cualquiera diría que aquel simple gesto lo tenía K. perfectamente ensayado, pues al inclinarse dejó al descubierto sus piernas más allá de lo que la imaginación de un hombre estaría dispuesta a soportar. No digamos cuatro.
- Llevas poca roca, ¿no?
- ¿Todas en la ciudad visten como tú?
- Es que hace calor –respondió K. Se había olvidado por completo de que iba sin braguitas.
- Ni que lo digas. Este moreno nuestro no es precisamente de playa.
- Es de muchas horas al sol currando en el campo.
- Así se curten los hombres de verdad.
- No como esos mierdecillas de la ciudad de los que os soléis rodear las chicas guapas.
J. L. se dio por aludido. La sangre comenzó a hervirle en las venas. Por las palabras de aquellos tipos que empezaban a pasarse. O por el calor. O por el picor que le provocaban las plantas de girasol entre las que se ocultaba. Se planteó la posibilidad de salir. Incluso ensayó en su mente lo que diría y lo que haría. Le sobraban agallas. Para eso y para mucho más. Pero no movió un solo dedo.
Uno de los hombres subió el portón del maletero y descubrió el equipaje. Era un poco más viejo que los demás y parecía algo así como un cabecilla.
- ¿Vas a algún sitio, chica?
- No. Bueno, sí.
- ¿Sí o no? Aclárate.
- No. Digo, sí. Voy de viaje.
- ¿Lejos?
- ¿Por?
- Porque llevas dos maletas.
- Es que necesito mucha ropa. Por el trabajo.
- Ah. Pues encima no llevas mucha. ¿Qué eres una modelo o algo así?
- Ya os lo he dicho. Es por el calor.
- El calor, claro.
- ¿Tienes miedo de nosotros? –preguntó uno de ellos acercándosele en exceso y colocándola en una delicada situación, contra una de las puertas de atrás del coche.
- ¿Por qué habría de tenerlo?
- No sé, una muchacha guapa, sola en mitad del campo, perdida, como en los cuentos. El lobo. La bruja. Cuatro hombres. Quién sabe lo que puede pasar.
- Filo no la asustes. Deja en paz a la chica –dijo el de mayor edad.
K. sudaba por dentro y por fuera. ¿Y si gritaba? ¿Vendría alguien en su ayuda? ¿Sería ese alguien J. L.?  No permitió que el miedo la paralizara. Todo lo contrario. Se escabulló por debajo de los brazos del individuo que la había acorralado contra el coche y buscó la protección del que acababa de defenderla. Se colocó a su lado junto al maletero.
- ¿Quiere que saque todas las cosas? –preguntó K.
- Hay que hacerlo. La rueda de repuesto y las herramientas están debajo. Sin ellas no se puede quitar la pinchada y sustituirla.
K. cogió una maleta y la sacó del coche. La colocó un poco retirada para que no les estorbara.
- ¿Qué clase de hombres sois que permitís que una dama haga el trabajo mientras miráis?
- No te preocupes, no me importa. Yo estoy fuerte.
- Ah, sí. Déjame ver –dijo uno apretándole el brazo a la altura del bíceps.
Contrajo el músculo para endurecerlo. Un gracioso mohín de esfuerzo asomó a su rostro.
- Oye, pues es verdad. Está dura la chica.
Los demás se acercaron, la rodearon y comenzaron a tocarle los hombros y los brazos.
- ¿Las piernas también?
K. asintió.
- ¿Puedo?
K. se encogió de hombros. Imaginó que era P., su compañero de trabajo, el que la iba a acariciar. El hombre se agachó como si fuera a pedirla en matrimonio, abarcó con sus dos manos grandes  y callosas uno de sus muslos y certificó que, en efecto, sus piernas, además de bonitas y bien torneadas, estaban duras. De algo debían servirle las tres sesiones semanales de gimnasio que se chupaba después del trabajo y a las que no faltaba nunca, por muy cansada que estuviera.
- Las mujeres de por aquí son de carnes magras y fofas. Me preguntó cómo sería estar con una mujer como tú.
- ¿Tienes novio?
Estuvo a punto de contestar que sí. Sin embargo la palabra que salió rotunda de su boca fue no.
- No.
Entre unos y otros vaciaron en un segundo el maletero. En el camino, llenándose de polvo, se encontraban las maletas, la tienda de campaña, los accesorios de cámping la nevera llena de latas y comida y algunas otras cosas que J. L. solía llevar siempre incorporadas. Como los triángulos de emergencia, un pequeño botiquín de primeros auxilios, un hatillo de herramientas o un extintor en miniatura del que no había hecho uso jamás.
- ¿Das tu permiso? –preguntó uno sacando una lata de la nevera portátil.
- Por supuesto. Faltaría más. Serviros.
A J. L. se le hizo la boca agua. También a él le apetecía una de aquellas cervezas. Que además eran suyas. Le pertenecían. Él las había metido la noche anterior en el frigorífico de la casa que compartía con K. y él había llenado la nevera y las había cargado en el maletero. Hacía muchísima calor entre los girasoles.
- ¿Quieres una? –le ofreció uno de los hombres.
- No, gracias. Todavía es pronto y no me apetece.
- Pues te vendría bien. Te relajaría y te animarías. Se te ve un poco tensa.
- ¿A mí? ¿Por qué?
- No sé. Aquí sola y rodeada de desconocidos. Si fueras mi mujer yo no permitiría esto.
- Pero no lo soy.
- Ya está bien de cháchara. Echadme una mano, joder –se enfadó el más responsable, que ya había sacado la rueda de repuesto, el gato y la palanca para subirlo. K. se pegó a él porque le ofrecía cierta seguridad estar a su lado-. Y tú, chica, mira y aprende para la próxima vez. Esto no es cuestión de fuerza. La fuerza la hace toda el gato. Tú sólo tienes que colocarlo en el sitio adecuado y girar esta palanca para que el coche se vaya elevando poco a poco y la rueda pinchada quede en el aire. Antes no te olvides de aflojar los tornillos. Te puedes ayudar de las piernas. Así. Y así. Ves qué fácil –dijo presionando con un pie sobre la llave engarzada en cada uno de los tornillos.
- Pues no parece difícil.
- No lo es.
J. L. se mosqueó. Pues no iba a resultar que al final perdería la apuesta. Miró de nuevo su reloj. Se sonrió. Ja, ja. Ya se habían pasado los treinta minutos concedidos. La victoria caía de su lado.
- ¿No habéis oído ese ruido? –preguntó uno de los hombres.
- No, ¿qué ruido?
- Ahí, en mitad del sembrado. Como una risita.
- Anda, atontado. Éste que no beba más cervezas que enseguida se le suben a la cabeza.
- Que no, coño, que he oído un ruido raro.
K. ahora sí, se asustó de verdad. Miró en dirección al campo de girasoles en que continuaba escondido J. L. Pero no quiso decir nada para no levantar sospechas. El hombre que afirmaba haber escuchado el sonido se agachó, cogió una piedra del suelo y la lanzó con todas sus fuerzas al sembrado. La piedra impactó contra una panocha gorda que se venció escupiendo unas cuantas pipas negras como dientes cariados de una criatura. K. supo que no le había dado a J. L. porque de haberlo hecho se habría quejado. En lugar de un lamento humano, un pájaro alzó el vuelo.
- Capullo, ahí tienes el bicho que se reía de ti.
No conforme con el resultado, el hombre hizo intento de coger otro pedrusco un poco más grande y se topó con las braguitas de K. enharinadas en polvo.
- Mirad lo que he encontrado –dijo haciendo girar su elástico sobre el dedo índice de su mano derecha-. ¿De quién serán?
- Cualquiera sabe. A lo mejor de alguna chica que ha venido con su novio a hacer cositas en el camino y se las ha olvidado.
- Son bonitas.
- Demasiado pequeñas para mi gusto.
- Es que a ti te gustan las del tipo faja-pantalón de la Pili, so antiguo.
- ¿Y qué?
- Pues nada, eso, que eres un antiguo y no entiendes de lencería femenina. ¿Verdad que son bonitas, señorita?
K. hizo como si no fuera con ella la conversación. Continuó pendiente del hombre que acababa de quitar la rueda pinchada y se disponía a colocar la de repuesto. Limpia. Sin estrenar.
- Yo podría saber a quién pertenecen con sólo olerlas –dijo el que las había encontrado acercándoselas a la nariz y aspirando profundamente, como si quisiera esnifar la esencia misma de aquel tejido impregnado con el aroma íntimo de K.
- ¿Qué, ya lo has averiguado?
- Tengo ligeras sospechas. ¿Son tuyas, guapa?
- ¿Mías? No. ¿Por qué iban a ser mías?
- No sé. Igual porque no llevas ninguna puestas.
- ¿Que te hace suponer eso?
- Intuición.
- Hay que joderse. Intuición y que le has visto el culo como todos nosotros cuando se metió en el coche para abrir el maletero. No te hagas el listo, tío.
- Te propongo un trato –le dijo a K.-. Si son tuyas te las devuelvo con una condición.
- ¿Cuál?
- Que dejes que te las ponga yo.
-¿Y si no lo son?
- Entonces te las regalo. Yo diría que son de tu talla y que te quedarían muy bien. Demuéstrame que no te pertenecen y te las meto en la maleta.
El sonido del gato al bajar informó a K. de que el proceso de recambio estaba a punto de concluir. Maldita la hora en que había tenido la idea de quitarse las braguitas para gastarle una broma a J. L. A lo mejor resultaba que él no era el destinatario adecuado de sus insinuaciones.
- Está bien. Tú ganas. Sí, son mías –confesó K.-. Me las quité cuando pinché porque me resultaban un poco incómodas para conducir. Tal vez por el calor –mintió.
- Extraña manera de esperar ayuda.
El tipo de la rueda terminó de apretar los tornillos.
- Y, por último, se vuelve a poner el tapacubos. ¿Ves? Sólo va encajado a presión.
- Ahora que el trabajo ya está hecho, cobremos.
K. retrocedió hasta donde pudo, hasta el límite marcado por el coche. Los hombres la rodearon. El olor a sudor la mareó. El que había llevado la voz cantante en el cambio de rueda tenía las manos manchadas de grasa. El que tenía sus braguitas se colocó enfrente de ella y se agachó. Cerró los ojos y respiró profundamente. Ella levantó un pie y luego el otro. La telilla de las braguitas fue subiendo lenta por las piernas de K. hasta el lugar en que ambas se unían en el centro del origen del mundo. Parecía que se iba a echar a llorar de un momento a otro. Orgullosa, se tragó las lágrimas.
- Gracias –dijo.
- ¿Por qué?
- Por haberme ayudado a cambiar la rueda.
- ¿Quieres que te metamos las cosas en el maletero?
- No, gracias, ya las guardo yo. Prefiero hacerlo yo, de verdad.
- A nosotros no nos cuesta ningún trabajo.
- Ya habéis hecho bastante por mí. Más de lo que podríais imaginar.
- ¿No nos vas a dar ni siquiera un besito de despedida?
- Claro. Habéis sido muy amables. Si no llega a ser por vosotros… -dijo alzando la voz para que la oyera con claridad J. L.-: …todavía estaría aquí asándome al sol en este sitio tan solitario.
Uno a uno los hombres fueron desfilando ante ella para besarla y ser besados. Ninguno se privó de tocarla, aunque fuera mínimamente: en el hombro, en la cintura, en el cuello… Sus huellas dactilares sobre su piel de fuego.
Los hombres subieron a su coche y se marcharon. Antes de perderse en la carretera llena de baches le dedicaron varias pitadas y uno de ellos se asomó por la ventanilla para gritarle:
- ¡Adiós, guapísima!
J. L. no tuvo entonces duda alguna de que se habían ido. Se irguió en el centro del campo de girasoles, una panocha más entre la multitud. Y ese personaje falsamente amnésico que protagonizaba su segunda novela recuperó de súbito la memoria, supo quién era, su historia, lo que debía hacer. Salió del sembrado.
- K. –dijo desde la distancia.
K. lloraba ahora. Su intención al verlo fue subir al coche, arrancar y salir del camino levantando una gran polvareda, olvidándolo allí, al lado de las maletas, del extintor, de todos aquellos estúpidos objetos que sólo servían para ir inútiles en un maletero. Volvería a casa por donde habían venido y nunca más sabría de él.
Pero no fue eso lo que hizo. Le dio la espalda y entró en el coche. Arrancó el motor y esperó a que J. L. metiera las cosas en el maletero. Cuando abrió la otra puerta y se sentó a su lado, metió primera y abandonó el camino. Cambió de emisora. Ya no le apetecía escuchar pop barato, ni música alegre, ni pegadiza. Condujo en la misma dirección que llevaban. K. pensaba llegar a ese pueblo cuyo nombre ya no recordaba y que había motivado el desvío, su encuentro con aquella maltrecha carretera y quizá también el pinchazo. La vida muchas veces tiene planes incluso para quienes se empeñan en ir por la misma sin ellos. Y lo peor de todo es que la mayoría de las veces acierta. K. tenía la sensación de haber sido puesta en ese lugar concreto por una fuerza superior que gobernara sus pasos, ajena a su propia voluntad. ¿A quién culpar entonces, si así fuera?
- Lo siento –dijo J. L.
- Cállate –cortó tajante K. cualquier atisbo de conversación.
En la radio sonaba una canción de amor y odio de Leonard Cohen titulada Avalanche.